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martes, 14 de febrero de 2012

El Cuervo Rojo

Aquél cuervo buscaba hacer vistoso su nido, pues llegaba el Verano. ¡Ah! El Verano.... deliciosa estación en donde se puede disfrutar de la belleza de las flores, el pasto perfectamente verde, los sabrosos y dulces frutos maduros... y, cómo no, de la llegada de las aves, además de las que ya están. En mi opinión, es una de las estaciones más bellas. Éste cuervo en particular, había estado juntando cosas desde los finales de la Primavera, pero al no haber llamado la atención de ninguna hembra, seguía juntando. Tenía la esperanza de que alguna hembra viese los jugosos frutos, el clavo de metal, el prendedor de plata y la hebilla con diamantes que había juntado, todo brillaba, lo que hacía lo más atractivo posible su nido, pero no estaba conforme, no. Necesitaba más cosas brillantes, más llamativas, así como el futuro alimento de sus pichones, como semillas y frutos, para así atraer a una hermosa hembra con la que tener sus retoños.
Oh... si que ansiaba unos huevos. Sentía ésa atracción de la naturaleza que lo llevaba a buscar una hembra y reproducirse, era intensa y no se refrenaba, él ansiaba con todas sus pequeñas fuerzas una hembra, era ése, el llamado de la naturaleza.
Era su segundo Verano, a pesar de que ya no se acordaba del primero, cuando había salido del huevo y había visto el mundo por primera vez. Y ya que él no la recuerda, yo os la voy a contar: fue el más fuerte, el primero en salir del huevo, arañando la superficie de su cascarón azulado, deseaba estirar sus alas, salir de aquél asfixiante espacio, había tenido suficiente y quería salir ya. En cuanto consiguió romper una parte del cascarón y hacer un hueco, se ayudó con el pico, rompiendo el resto. Una vez que se vió libre, pudo observar a sus padres, dos enormes cuervos negros, de un negro lustroso, satinado, poseían robustas patas, picos largos y ganchudos, y, como observaría después, unas largas y poderosas alas, que hacían un curioso sonido al cortar con el viento. Luego de observarlos a ellos, comenzó a oír un especie de chasquido y rasguños, lo que significaba que sus hermanos y hermanas comenzaban a salir también de sus cascarones.
En cuanto todos los pichones salieron, su padre alzó vuelo para ir en busca de comida, y el pequeño cuervo de quién le estoy contando quedó maravillado ante el despegue de su padre, en cuanto abrió aquellas grandes y oscuras alas su mirada se iluminó, y sus pequeños ojos negros brillaron aún más cuando comenzó a mover las alas y a volar. Desde entonces no pensó en otra cosa que no fuera aquello, en su mente todo había quedado eclipsado por aquél instinto feroz que hacía que ansiara volar, ni los objetos brillantes de su nido-hogar brillaban para él, ni los gusanos, frutos y semillas le parecían deliciosos. Lo que más deseaba era extender sus pequeñas y frágiles alitas, para luego sentir el viento haciendo mella en ellas.
Luego de unos días, cuando todos los pichones crecieron lo suficiente, llegó la hora del primer vuelo, aquél que nuestro cuervo tanto ansiaba. Los padres primero enseñaron a sus pichones como posar para el despegue, y luego remontaron vuelo, esperando que sus hijos los siguieran. Y así lo hicieron, unos antes que otros, y así como nuestro cuervo fue el primero en salir del cascarón, fue el primero en volar. En su primer vuelo se sintió extasiado, relajado y feliz a la vez, una mezcla de emociones, que hacían que su corazón latiera con fuerza, acompañando los movimientos de las alas. Cuando saltó del nido para volar, cayó, cayó y cayó, y luego extendió las alas. Las agitó, y comenzó a planear. Veía todo, todo el cielo, la tierra, las nubes. Cada vez que su corazón latía, el subía o bajaba las alas, no quería dejarse llevar por el viento, dejar las alas quietas y planear como los demás. Él quería lucirse, quería llegar más alto y ser el más rápido. Así fue como voló del nido, empezando una vida solo lejos del nido en el que había nacido.
Y ahora, ésa misma fuerza que lo había llevado a ser el primero en surcar los cielos, era la que lo llevaba a buscar pareja, y a tener sus pichones. Todos los días se quedaba quieto en su nido, mirando a la gente que pasaba, si alguna llevaba algo brillante, bajaba en picado a robárcelo, para decorar aún mejor su nido. Una vez conseguido algo nuevo, iba en busca de comida, semillas, frutos, bichos, aves y mamíferos más pequeños. Así decoraba su nido y lo llenaba de provisiones para sus futuros pichones; y así fue como encontró un destino muy distinto del que deseaba tanto.
Una noche, nuestro cuervo percibió un leve brillo, de algún extraño objeto. Como vivía en una plaza, la luz de los faroles era la que hacía que tantas cosas brillaran para él, que aún codiciaba más brillo para atraer a su pareja. Bajó volando a buscar el objeto. Se trataba de un pedazo de vidrio, el cuervo, que no sabía lo que era pero le atraía de igual manera, lo agarro con su pico, lo que fué su grandísimo error.
Aquél pequeño vidrio resbaló por su garganta, sus bordes afilados la rasgaron por completo, y la sangre brotó de ella. Se le quedó atorada a medio camino, punzando dos costados de su garganta, provocando que saliera aún más sangre. El cuervo se desesperó por regurgitar aquél maléfico objeto, que le obstruía la garganta y lo lastimaba, pero sólo consiguió escupir sangre, lo que hizo que sus magníficas plumas negras del pecho se tiñeran de rojo. Luego no necesitó escupir más... la sangre salía sola, pero el vidrio seguía atascado en su garganta, no podía hacer que saliera, por mucho que sintiera el dolor punzante que lo amenazasaba.
Un pequeño charquito de sangre se formó a su alrededor, y al caer sobre él el resto de su plumaje se manchó de rojo. En un instante el cuervo dejó de respirar, y la sangre dejó de brotar por su garganta...
Aquél cuervo ya no necesitaría un vistoso nido...

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